Porque a la
larga, la verdad no importa.
Como buen navegado que soy, resuelvo muchas
diligencias en los centros comerciales de la isla y una de esas (hasta hace
poco) era la del corte de pelo. Por diversas y afortunadas razones puedo pasar
tres meses sin ir a podarme (alguna vez pasé un año) y si mi barba creciera de
forma pareja sobre mi cara, también dejaría al olvido su tijerazo.
Una de las causas por las que en Margarita dilataba tanto mi cita con las barberías era que no las encontraba… no las de verdad. Crecí con mi padre y compartimos con cierta exclusividad esa ocasión mensual (quizás la única que mi sobreprotectora madre no acaparó) y recuerdo a la barbería como un local para hombres, donde contrastaban la pureza de la masculinidad (aun en su lado coqueto), y la pluralidad étnica, pues eran italianos, españoles, criollos y hasta un chino (el Chino) los barberos de El Paraíso, allá en Caracas. Por eso demuestro sin reparos mi resistencia a ir a las franquiciosas peluquerías de los malls tan sólo porque pongan una silla para hombres en su recinto.
La calle se llama Las Velásquez, pero nadie supo decirme allí qué hermanas con ese apellido fueron famosas y por qué. Más frecuente entre ellos es nombrarla como lo que es, la Calle de Las Barberías, tal como un graffitti lo explicita en uno de sus muros. La ventaja de su ubicación radica en la cercanía a la Plaza Bolívar en la ruta de quienes van al terminal de autobuses. Exactamente queda entre las calles Libertad y Arismendi.
Los barberos de Las Velásquez no son mediterráneos sino bien criollos, y ninguno tiene edad para ser abuelo, como los que recuerdo con mi padre. Uno que otro pareciera haber borrado su historia al comenzar una nueva vida con el oficio, descubriendo el mejor uso que se le puede dar a una navaja. Provoca preguntarles por sus anécdotas, pero prefiero solo imaginar, además estoy en desventaja sentado y recibiendo navajazos al ras de mi cuello.
En estos locales el espejo precisa a cada barbero con su número de teléfono para cuadrar la próxima sesión y su nombre o su apelativo, como Petare, Freddy o Jesús. Nadie comparte sus instrumentos pero sí el buen humor. La competencia existe entre ellos pero en cada recinto todos parecen familia. Suelen alegar que nadie les enseña a cortar pelo sino que aprendieron “echando a perder” a otros, tomando la máquina por sí mismos y practicando con primos. Sin embargo, la cantidad y paciencia de los clientes en espera evidencia que estos barberos son unos profesionales.
Antes de sentarme pregunté con algo de malicia
quién era el que mejor cortaba en esa barbería, y el consenso fue sorprendente,
como preguntarle a la audiencia por la respuesta correcta. Una vez en manos del
más “sabío”, tuve que preguntar por lo que significaban Sayayín y el nombre de
un señor que resultó ser jugador de basquetbol norteamericano. También Wisin y
Yandel aparecieron en la oferta, y para mal o para bien asumí que los conocía
pero que no me interesaba cortarme las cejas.
Un billete de 100 bolívares me bastó para
pagar y dejar una suspirada propina. Mi novia me demuestra su amorosa cortesía
con su boca pero no con sus ojos. Yo sonrío porque sí me gustó el resultado, y
no me hizo falta la cachucha que llevaba guardada en el bolsillo, por si acaso.
Volveré, eso sí, en tres meses.
Fotos de Teddy González
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