Uno siente primero que el trabajo intelectual consiste en hacer complejo lo simple, y después uno descubre que el trabajo intelectual consiste en hacer simple lo complejo.
Y un caso de simplificación no es una tarea de embobamiento, no se trata de simplificar para rebajar de nivel intelectual, ni para negar la complejidad de la vida y de la literatura como expresión de la vida.
Por el contrario, se trata de lograr un lenguaje que sea capaz de transmitir electricidad de vida suprimiendo todo lo que no sea digno de existencia.
Para mí siempre ha sido fundamental la lección del maestro Juan Carlos Onetti, un gran escritor uruguayo muerto hace poco, que me guió los primeros pasos.
Siempre me decía: “Vos acordate aquello que decían los chinos (yo creo que los chinos no decían eso, pero el viejo se lo había inventado para darle prestigio a lo que decía); las únicas palabras que merecen existir son las palabras mejores que el silencio”.
Entonces cuando escribo me voy preguntando: ¿estas palabras son mejores que el silencio?, ¿merecen existir realmente?
Hago una versión, dos o tres, quince, veinte versiones, cada vez más cortas, más apretadas: edición corregida y disminuida.
(...)
O sea, poder ir desnudando el lenguaje.
Es el resultado de un gran esfuerzo, y no concluido, porque nace cada vez: a mí me cuesta escribir ahora tanto como cuando tenía 15 o 16 años y lloraba ante la hoja de papel en blanco porque no podía.
Caricatura de Andrés V. Moyá |