http://www.edu.mec.gub.uy/biblioteca_digital/libros/g/Goethe%20-%20Werther.pdf
(libro íntegro)
CARTA DEL 16 DE JUNIO
«¿Por qué no te escribo? Tú me lo preguntas; ¡tú, que te
cuentas entre nuestros sabios! Debes adivinar que me
encuentro bien y que..., en una palabra, he hecho una
amistad que interesa a mi corazón. Yo he..., yo no sé...
«Difícil me será referirte de por sí cómo he conocido a la
más amable de las criaturas. Soy feliz y estoy contento;
por lo tanto, seré mal historiador.
«¡Un ángel! ¡Bah! Todos dicen lo mismo de la que aman,
¿no es verdad? Y, sin embargo, yo no podré decirte cuán
perfecta es y por qué es perfecta; en resumen, ha
esclavizado todo mi ser.
« ¡Tanta inocencia con tanto talento! ¡Tanta bondad con
tanta firmeza! ¡Y el reposo del alma en medio de la vida
real, de la vida activa!
«Cuando digo de ella no es más que una palabre ría insulsa,
una helada abstracción, que no puede darte ni remota idea
de lo que es. Otra vez..., no quiero contártelo en seguida.
Si lo dejo, no lo haré nunca, porque (dicho sea para
nosotros), desde que he comenzado esta carta, tres veces
he tenido ya intención de soltar la pluma, hacer ensillar mi
caballo y marcharme. Y, sin embargo, esta mañana me
había jurado a mí mismo no ir; así y todo, a cada momento
me asomo a la ventana para ver la altura a que se encuentra
el sol.
.......................................
«No he podido vencerme: he ido a hacerle una visita. Heme
ya de vuelta, Guillermo, estoy cenando y escribiéndote.
«Si continúo de este modo, no sabrás al fin más que al
principio. Escucha, pues: procuraré sosegarme para
poderte hacer una detallada relación de todo.
«Te dije últimamente que había hecho conocimiento con
el juez S. y que me había invitado a visitarle en su retiro, o
por mejor decir, en su reinezuelo. No me acordaba de
esta visita, y acaso no la hubiera hecho nunca si la
casualidad no me hubiese descubierto el tesoro escondido
en este paraje solitario.
«La gente joven había dispuesto un baile en el campo, al
que debía yo asistir. Tomé por pareja a una señorita bella
y de buen genio, pero de trato indiferente, y convinimos en que yo iría con un coche a buscar a esta señorita y a su
tía, que la acompañaba, para conducirlas al sitio de la
fiesta y convinimos, además, en que al paso recogeríamos
a Carlota S. «Vais a conocer a una joven muy guapa», me
dijo mi pareja, mientras atravesábamos la gran selva y nos
acercábamos a la casa. «¡Cuidado con enamorarse!»,
añadió la tía. «¿Y por qué?» pregunté yo. «Porque ya
está prometida a un joven que vale mucho y que, por
haber perdido a su padre, ha tenido necesidad de hacer
un viaje para arreglar sus asuntos y solicitar un buen
empleo.» Escuché estos detalles con bastante indiferencia.
«Descendía el sol rápidamente hacia las montañas que
limitaban el horizonte, cuando el coche se detuvo en la
puerta del patio de la casa. Hacía un calor sofocante, y
las señoras tenían miedo de que descargase una tempestad,
que parecía formarse entre pardas y oscuras nubecillas
que cercaban el horizonte. Disipé los temores de mis
compañeras, fingiendo tener profundos conocimientos del
tiempo, a pesar de que también yo presentía que se nos
iba a aguar la fiesta.
«Ya había yo bajado del coche, cuando llegó una criada a
la puerta del patio y nos dijo que hiciésemos el favor de
aguardar un momento, que la señorita Carlota no tardaría
en salir. Atravesé el patio y avancé con desenfado hacia la
casa; cuando hube subido la escalera y franqueé la puerta,
contemplaron mis ojos el espectáculo más encantador que
he visto en mi vida. En la primera habitación, seis niños,
desde dos hasta once años de edad saltaban alrededor de
una hermosa joven, de mediana estatura, vestida con una
sencilla túnica blanca, adornada con lazos de color de
rosa en las mangas y en el pecho. Tenía en la mano un
pan moreno, del que a cada uno de los niños cortaba un
pedazo proporcionado a su edad y a su apetito. Les repartía
las rebanadas con la mayor gracia, y ellos, gritando, se lo
agradecían, después de haber tenido un buen rato las
manecitas levantadas, aun antes que el pan estuviese
cortado. Por fin, provistos de su merienda, unos se
alejaron saltando de contento; otro, de carácter menos juguetón, se fueron sosegadamente a la puerta del patio
para ver a los forasteros y el coche que debía llevarse a
Carlota. Esta me dijo: «¿Me perdonaréis que haya causado
la molestia de entrar y haber hecho esperar a esas señoras?
Distraída en vestirme y en tomar las disposiciones que en
la casa exige mi ausencia, me había olvidado de dar su
merienda a los niños, que no quieren recibirla sino de mi
mano.» Contesté con un cumplido insignificante: mi alma
estaba absorta en contemplar su talle, su rostro, su voz,
sus menores movimientos. Apenas pude volver de mi
sorpresa al verla entrar presurosa en otra habitación para
tomar los guantes y el abanico. Los niños, permaneciendo
a cierta distancia, me miraban de reojo; yo me acerqué al
más pequeño, cuya fisonomía era sumamente interesante.
Se retiraba huyendo de mí, cuando Carlota, que salía ya
por la puerta, le dijo: «Luis, da la mano a ese caballero,
que es tu primo.»
«Obedeció el niño sonriendo, y, aunque tenía las narices
llenas de mocos, no pude resistir la tentación de darle
algunos besos.
«¿ Primo?—dije a Carlota, ofreciéndole la mano—. ¿Creéis
que yo merezca la dicha de ser pariente vuestro?» «¡Oh!—
exclamó ella jovialmente—; nuestro parentesco es muy
antiguo, y yo sentiría infinito que fueseis el peor de la
familia.»
«Al salir, encargó a Sofía, niña de once a doce años y la
mayor de las hermanas que quedaban en la casa, que
cuidase bien de los niños y saludase a su padre cuando
volviese de paseo. Recomendó a los pequeños que
obedeciesen a Sofía como si fuese ella misma, lo que
muchos prometieron terminantemente; pero una traviesa
rubilla, que podría tener unos seis años, se apresuró a
decir: «Pero ella no eres tú, Lota, y nosotros queremos
mejor que seas tú.» Los dos hermanos mayores se habían
encaramado en el coche, y, por mi intercesión, Carlota les
permitió acompañarnos hasta la selva, aunque haciéndoles
prometer que se mantendrían firmes y que no se pelearían el uno con el otro.
«Apenas nos habíamos colocado nuestros asientos;
apenas las damas habían cambiado el saludo y las lisonjas
de costumbre sobre los trajes, especialmente sobre los
sombrerillos, y pasado revista a las personas que debían
asistir al baile, cuando Carlota hizo para el coche y mandó
a sus hermanos apearse. Estos quisieron besarle de nuevo
la mano: el mayor lo hizo con toda la ternura de un adolescente;
el más pequeño, con tanta viveza como atolondramiento.
Les encargó una vez más que saludasen a
sus otros hermanos, y continuamos nuestra marcha.
«La tía de mi pareja preguntó a Carlota si había concluido
el libro que últimamente le había prestado. «No—dijo
ella—, no me gusta, y os lo devolveré pronto; tampoco el
anterior me hizo mucha gracia.» Manifesté curiosidad por
saber de qué libros se trataba, y quedé sorprendido al
contestar Carlota que (2). Encontraba en cuanto decía un
talento nada común; cada palabra añadía nuevos encantos,
nuevos fulgores de inteligencia a su rostro, y observé que
se explicaba con tanto más gusto cuanto que veía en mí
una persona que la comprendía.
«Cuando yo era más niña—me dijo—mi lectura favorita
eran las novelas. Dios sabe cuánto placer experimentaba
yo cuando podía sentarme el domingo en algún rinconcillo
para participar con todo mi corazón de la dicha o de la
desgracia de alguna miss Jenni. No quiere esto decir que
este género de literatura haya perdido a mis ojos todos
sus encantos; pero, como ahora son contadas las veces
que puedo leer, cuando lo hago deseo que la obra esté
perfectamente dentro de mi gusto. El autor que prefiero
es aquel en quien hallo el mundo que me rodea, el que
cuenta las cosas como las veo en torno mío, el que con
sus descripciones, me atrae y me interesa tanto como mi
propia vida doméstica, que indudablemente no es un
(2) Me veo obligado a descartar aquí un pasaje para no herir la paraíso, pero sí una fuente de dicha inefable para mí.»
susceptibilidad de algunos autores, a pesar de que realmente éstos deben
hacer poco caso de los juicios de una señorita y de un joven tan
impresionable como Werther. (Nota del autor.) «Procuré ocultar la emoción que me causaban estas
palabras, pero no lo conseguí por mucho tiempo, pues
cuando la oí hablar, incidentalmente, del vicario de
Wakefield, de... (3), no pudiendo contenerme, le dije
cuanto se me ocurrió en aquel instante, y sólo después de
un rato, al dirigir Calota la palabra a nuestras compañeras,
caí en la cuenta de que éstas habían permanecido como
dos marmolillos, sin tomar parte en la conversación. La
tía me miró más de una vez con un aire de burla, del que
no hice el menor caso.
«Hablamos entonces del baile. «Si bailar es un defecto—
dijo Carlota—, confieso ingenuamente que no concibo
otro de más atractivos. Cuando alguna cosa me desvela
con exceso y me acerco a mi clavicémbalo, aunque esté
desafinado, me basta con mal tocar una contradanza para
darlo todo al olvido.» «¡Con cuánto embeleso mientras
ella hablaba, fijaba yo mi vista en los ojos negros! ¡Cómo
enardecían mi alma la animación de sus labios y la frescura
risueña de sus mejillas! ¡Cuántas veces, absorto en
los magníficos pensamientos que exponía dejé de prestar
atención a las palabras con que se explicaba! Tú, que me
conoces a fondo puedes formar una idea exacta de todo
esto. En fin, cuando el coche paró delante de la casa del
baile yo eché pie a tierra completamente abstraído. La
hora del crepúsculo, el laberinto de sueños en que vagaba
mi imaginación, todo contribuyó a que apenas hiciese alto
en los torrentes de armonía que llegaban hasta nosotros
desde la sala iluminada.
«El señor Audran y un tal... (¿quién puede retener en la
memoria todos los nombres?), que eran las parejas de la
tía y de Carlota, nos recibieron en la puerta y se
(3) También suprimo aquí los nombres de algunos escritores
contemporáneos alemanes, aunque, si llegan a ver estas cartas, lo sentirán
aquellos a quienes alcanza parte de las alabanzas de Carlota: es
indudable que nadie necesita conocer las preferencias de nuestra joven.
(Nota del autor.) apoderaron de sus damas, yo los seguí con la mía.
«Comenzamos por bailar varias veces el minué. Saqué
una por una todas las señoras y pude observar que las
que valían menos eran las que hacían más dengues antes
de decidirse a ponerse a bailar Carlota y su caballero
comenzaron una contradanza inglesa: puedes figurarte el
placer que experimenté cuando le tocó hacer la figura
conmigo. ¡Es preciso verla bailar! Lo hace con todo su
corazón, con toda su alma; todo su cuerpo está en una
perfecta armonía, y se abandona de tal modo con tanta
naturalidad, que parece que para ella el baile lo resume
todo, que no tiene otra idea ni otro sentimiento y que,
mientras baila, lo demás se desvanece ante sus ojos.
«Le pedí la segunda contradanza y me ofreció la tercera,
asegurándome que tendría mucho gusto en bailar la
alemanda. «Aquí es costumbre—añadió— cada cual baile
la alemanda con su pareja, pero mi caballero valsa mal y
me agradecerá que le releve de esta obligación. Vuestra
compañera tampoco la sabe ni se cuida de ello, y he
observado, durante la danza inglesa, que bailáis a maravilla.
Por lo tanto, si queréis bailar conmigo la alemanda, id a
pedirme a mi caballero mientras yo hablo a vuestra dama.»
Después le di la mano, y se convino en que, mientras
nosotros bailábamos juntos, su caballero acompañaría a
mi pareja.
«Se comenzó, nos entretuvimos un rato en hacer diferentes
pasos y figuras. ¡Qué gracia, qué agilidad en sus
movimientos! Cuando llegamos al vals y las parejas, como
las esferas celestes, empezaron a girar unas alrededor de
otras, hubo un momento de confusión, porque son
contados los que valsan bien. Tuvimos la prudencia de dejar pasar el primer ímpetu de los demás; pero cuando
los menos hábiles se retiraron, nos lanzamos de nuevo y
dejamos bien puesto nuestro pabellón, y seguidos de otra
pareja, que eran Audran y su compañera. Jamás he sido
más ligero; yo era ya un hombre. Tener en mis brazos a la
criatura más amable, volar con ella como una exhalación,
desapareciendo de mi vista todo lo que rodeaba, y...,
Guillermo, te lo diré ingenuamente: me hice el juramento
de que mujer que yo amase, y sobre la cual tuviera algún
derecho, no valsaría jamás con otro que conmigo; Jamás,
aunque me costase la vida. ¿Me comprendes?
«Dimos algunas vueltas por la sala para tomar aliento;
después ella se sentó y le presenté, para que refrescase,
unos limones que yo había separado cuando se hacía el
ponche, los únicos que quedaban. Observé que agradecía
mi atención; pero se hallaba al lado una dama indiscreta, a
quien ella ofrecía pedacitos por pura cortesía, y cada uno
que tomaba era un puñal que me atravesaba el corazón.
En la tercera contradanza inglesa nos tocó ser la segunda
pareja. Cuando concluíamos de hacer la cadena y yo (¡Dios
sabe con cuánta voluptuosidad!) me adhería al brazo de
Carlota, fijo en sus ojos, que brillaban con la cándida
expresión del placer más puro y espontáneo, nos hallamos
delante de una señora que, aunque ya se iba alejando de
lo mas florido de su juventud, me había llamado la atención
por cierto aire de amabilidad que hermoseaba su semblante.
Miró a Carlota sonriendo, hizo como que la amenazaba, y
pronunció al paso dos veces el nombre de Alberto, con
un tonillo misterioso.
«»¿Puedo dije a Carlota—sin cometer una imprudencia
preguntaros quién es Alberto?» Iba a responderme; pero
tuvimos que separarnos para ha cer la gran cadena, y
cuando llegamos a cruzar uno al lado del otro, me pareció
que estaba pensativa.
«»¿Por qué os lo he de ocultar?—me dijo al darme la
mano para hacer una figura—. Alberto es un joven muy
apreciable al cual estoy prometida.». «Aunque esto no era nuevo para mí, porque lo había
sabido en el coche, me causó tanta sorpresa como si lo
ignorase, y es que no me había ocupado de tal noticia
con relación a Carlota, que en tan breves instantes llegó a
serme tan querida. En una palabra, me turbé, me
desconcerté y embrollé de tal modo la figura, que, sin la
presencia de ánimo de Carlota y la oportunidad con que
enmendaba mis torpezas, no se hubiera podido continuar
la contradanza. Aún duraba el baile cuando los relámpagos
que desde mucho antes esclarecían el horizonte, y
que yo achacaba sin cesar a ráfagas de calor se hicieron
más intensos, y el ruido del trueno apagaba el de la música.
Tres señoras, seguidas de sus caballeros, abandonaron la
contradanza, se generalizó el desorden y enmudecieron
los instrumentos. Cuando repentino pavor o accidente
imprevisto nos sorprende en medio de los placeres,
producen en nosotros, y es natural, una impresión más
honda que de ordinario ya sea por el contraste que se
destaca vigorosamente, ya porque, una vez abiertos
nuestros sentidos a las emociones, adquieren una
sensibilidad exquisita. A esta causa debo atribuir los gestos
extraños que vi hacer entonces a muchas señoras. La más
prudente corrió a sentarse en un rincón, tapándose los
oídos y volviendo la espalda hacia la ventana; otra se
arrodilló delante de ella y escondió la cabeza en su regazo;
una tercera se metió entre las dos ventanas y abrazaba a
sus hermanitas, vertiendo torrentes de lágrimas. Algunas
querían volverse a sus casas; otras, que estaban más
amilanadas, ni siquiera tenían ánimo para reprimir la audacia
de los astutos jóvenes, que se ocupaban afanosos en robar
de los labios de las bellas afligidas las temidas plegarias
que dirigían al cielo. Algunos hombres habían salido a
fumarse tranquilamente una pipa, y los demás de la reunión
acogieron con júbilo la feliz idea que tuvo la dueña de la
casa de trasladarnos a otra pieza donde las ventanas tenían
postigos y colgaduras. Carlota, apenas entramos en la
nueva habitación, hizo poner las sillas en corro y propuso
un juego. Vi que varios caballeros, enderezándose como
para indicar que estaban prontos, se relamían de gusto, soñando ya en las sentencias de las prendas. «Jugamos a
contar —dijo ella—. Pestadme atención. Yo iré pasando
por toda la rueda, siempre de derecha a izquierda y
vosotros al mismo tiempo contaréis desde uno hasta mil,
diciendo a mi paso cada cual el número que le toque.
Debe contarse muy de prisa, y el que titubee o se
equivoque recibirá un bofetón.» Nada más divertido.
Carlota, con el brazo extendido, echó a andar dentro del
corro. «¡Uno!», dijo el primero. «¡Dos!», el segundo.
«¡Tres!», el que estaba al lado, y así sucesivamente. Ella
fue poco a poco acelerando sus pasos, aquello ya no era
andar: volaba. Uno se equivocaba. ¡Plaf!, bofetón; el que
le sigue lanza una carcajada. ¡Plaf!, nuevo bofetón y Carlota
corriendo cada vez más. A mí me alcanzaron dos sopapos,
y con inefable placer creí haber notado que me los aplicaba
más fuerte que a los otros. El juego concluyó en medio
de una risa y una algazara general antes que la cuenta
hubiese llegado al número mil. Las personas que tenían
más intimidad formaron conversación aparte; la tempestad
había cesado, y yo seguí a Carlota, que se volvió a la
sala. En el camino me dijo: «Los bofetones han hecho
que se olviden de la tempestad y de todo.» Nada pude
contestarle. «Yo era—prosiguió—una de las más
miedosas; pero aparentando valor para animar a los demás,
llegué a tenerlo de veras.» Nos acercamos a la ventana; se
oían truenos lejanos y el ruido apacible de una abundante
lluvia que caía sobre los campos. Una atmósfera tibia nos
acaricia con oleadas de los más suaves perfumes.
«¡Carlota había apoyado los codos en el marco de la
ventana y miraba hacia la campiña, luego levantó los ojos
al cielo; después los fijó en mí y vi que los tenía cuajados
de lágrimas; por fin, puso su mano sobre la mía y exclamó:
«¡Oh Klopstock!» (4).
«Abismado en un torrente de emociones que esta sola
palabra despertó en mi espíritu, recordé al instante la oda
sublime que ocupaba a la sazón el pensamiento de Carlota.
No pude resistir: me incliné sobre su mano, se la llené de
besos y de lágrimas de placer, y volvieron mis ojos a (4) Federico Gottlieb Klopstok poeta sajón que nació en 1724 y
murió en 1803. (Nota del traductor.) encontrarse con los suyos. ¡Oh insigne poeta! Esta sola
mirada, que debías haber visto, basta para tu apoteosis.
¡Ojalá no vuelva yo a oír pronunciar tu nombre tan frecuentemente
pronunciado!»
miércoles, 15 de marzo de 2017
Máximas de Grice
Son cuatro principios pragmáticos establecidos por el filósofo inglés Paul Grice, y establecen un vínculo entre lo que se dice efectivamente y lo que se infiere de las palabras pronunciadas, es decir, entre lo que efectivamente decimos y lo que queremos decir.
Las máximas estructuran el denominado principio de cooperación , de acuerdo con el cual en los intercambios conversacionales se sigue la siguiente instrucción: “Adecue su contribución conversacional, en el estadio en que tenga lugar, a los requisitos que marque el propósito o la dirección del intercambio que usted sostenga”. Este principio es el fundamento del éxito de todo intercambio comunicativo. Los hablantes damos por supuesto que nuestros interlocutores son cooperativos, esto es, que siguen las normas que conforman cada una de las máximas.
De este modo, cuando mantenemos una conversación, cuando leemos un texto que alguien nos ha dirigido u oímos hablar a una persona, damos por sentado que nuestro interlocutor nos va a dar la información justa que necesitamos (máxima de cantidad), que esta será verdadera (máxima de calidad), relevante (máxima de pertinencia) y que será expuesta de manera clara y ordenada (máxima de modo).
Las cuatro máximas se desglosan a su vez en varias subcategorías:
Máxima de cantidad: Da la cantidad necesaria de información (ni más ni menos).
I. Da tanta información como sea precisa.
II. No des más información de la que sea necesaria.
Máxima de calidad: Intenta que tu contribución sea verdadera
III. No digas nada que creas que es falso
IV. No digas nada si no tienes pruebas suficientes de su veracidad
Máxima de pertinencia o relevancia
V. Sé relevante (en función del tema tratado o el contexto donde se da la comunicación)
Máxima de modo o de manera: Sé perspicuo, es decir, claro
VI. Evita la oscuridad en la expresión
VII. Evita la ambigüedad
VIII. Sé breve
IX. Sé ordenado
Transgredir las máximas
Si alguno de estos principios conversacionales se rompe, siguiendo el principio de cooperación, el hablante inferirá una información no explicitada: las máximas generan implicaturas. Así, cuando en una situación comunicativa, alguien dice una obviedad y su interlocutor dice “Vaya lince”, transgrediendo de este modo la máxima de calidad, se infiere que el hablante que empleó la palabra “lince” estaba siendo irónico. La ironía, pues, viola de modo explícito la máxima de calidad a fin de comunicar unos efectos expresivos concretos.
De manera similar, algunos chistes basados en juegos de palabras se saltan deliberadamente la máxima de modo para despertar, a partir del ingenio, la sonrisa del público:
-¿Sabes cómo se llama la monja más fuerte del mundo?
-No. -Sor Senéguer.
-¿Qué? ¿Se suda?
-Y tú cabezota.
De manera análoga, si alguien contesta a una pregunta nuestra de manera no pertinente, interpretaremos que del mensaje que nos transmite podemos entresacar la respuesta a nuestra pregunta. Por ejemplo, en un intercambio conversacional como el siguiente:
-¿Qué hora es?
-Tu madre acaba de llamar por teléfono la respuesta
Tu madre acaba de llamar por teléfono no parece una respuesta pertinente para la pregunta previa. Ahora bien, si la madre del primer interlocutor siempre llama, pongamos, a las ocho de la noche, la respuesta cobra toda relevancia.
En casos como los señalados, frecuentes en la conversación cotidiana, en los que se transgrede alguna de las máximas, se genera una implicatura conversacional que permite reinterpretar lo dicho y así obtener un nuevo contenido significativo que no entre en contradicción con el principio de cooperación. Es decir, las implicaturas permiten salvar la distancia que media entre lo que se dice y lo que se quiere decir. Si se infringe alguna de las máximas sin que subyazca intención comunicativa alguna, el hablante recibirá la sanción social correspondiente. Así, aquel que dé más información de la requerida, será considerado un charlatán. Aquel que, sabiéndolo, dé información que no sea cierta será tachado de mentiroso. A aquel que dice cosas que no vienen a cuento se le considerará inapropiado. Por último, de aquel que no es claro en su exposición diremos que no se le entiende.
Las máximas estructuran el denominado principio de cooperación , de acuerdo con el cual en los intercambios conversacionales se sigue la siguiente instrucción: “Adecue su contribución conversacional, en el estadio en que tenga lugar, a los requisitos que marque el propósito o la dirección del intercambio que usted sostenga”. Este principio es el fundamento del éxito de todo intercambio comunicativo. Los hablantes damos por supuesto que nuestros interlocutores son cooperativos, esto es, que siguen las normas que conforman cada una de las máximas.
De este modo, cuando mantenemos una conversación, cuando leemos un texto que alguien nos ha dirigido u oímos hablar a una persona, damos por sentado que nuestro interlocutor nos va a dar la información justa que necesitamos (máxima de cantidad), que esta será verdadera (máxima de calidad), relevante (máxima de pertinencia) y que será expuesta de manera clara y ordenada (máxima de modo).
Las cuatro máximas se desglosan a su vez en varias subcategorías:
Máxima de cantidad: Da la cantidad necesaria de información (ni más ni menos).
I. Da tanta información como sea precisa.
II. No des más información de la que sea necesaria.
Máxima de calidad: Intenta que tu contribución sea verdadera
III. No digas nada que creas que es falso
IV. No digas nada si no tienes pruebas suficientes de su veracidad
Máxima de pertinencia o relevancia
V. Sé relevante (en función del tema tratado o el contexto donde se da la comunicación)
Máxima de modo o de manera: Sé perspicuo, es decir, claro
VI. Evita la oscuridad en la expresión
VII. Evita la ambigüedad
VIII. Sé breve
IX. Sé ordenado
Transgredir las máximas
Si alguno de estos principios conversacionales se rompe, siguiendo el principio de cooperación, el hablante inferirá una información no explicitada: las máximas generan implicaturas. Así, cuando en una situación comunicativa, alguien dice una obviedad y su interlocutor dice “Vaya lince”, transgrediendo de este modo la máxima de calidad, se infiere que el hablante que empleó la palabra “lince” estaba siendo irónico. La ironía, pues, viola de modo explícito la máxima de calidad a fin de comunicar unos efectos expresivos concretos.
De manera similar, algunos chistes basados en juegos de palabras se saltan deliberadamente la máxima de modo para despertar, a partir del ingenio, la sonrisa del público:
-¿Sabes cómo se llama la monja más fuerte del mundo?
-No. -Sor Senéguer.
-¿Qué? ¿Se suda?
-Y tú cabezota.
De manera análoga, si alguien contesta a una pregunta nuestra de manera no pertinente, interpretaremos que del mensaje que nos transmite podemos entresacar la respuesta a nuestra pregunta. Por ejemplo, en un intercambio conversacional como el siguiente:
-¿Qué hora es?
-Tu madre acaba de llamar por teléfono la respuesta
Tu madre acaba de llamar por teléfono no parece una respuesta pertinente para la pregunta previa. Ahora bien, si la madre del primer interlocutor siempre llama, pongamos, a las ocho de la noche, la respuesta cobra toda relevancia.
En casos como los señalados, frecuentes en la conversación cotidiana, en los que se transgrede alguna de las máximas, se genera una implicatura conversacional que permite reinterpretar lo dicho y así obtener un nuevo contenido significativo que no entre en contradicción con el principio de cooperación. Es decir, las implicaturas permiten salvar la distancia que media entre lo que se dice y lo que se quiere decir. Si se infringe alguna de las máximas sin que subyazca intención comunicativa alguna, el hablante recibirá la sanción social correspondiente. Así, aquel que dé más información de la requerida, será considerado un charlatán. Aquel que, sabiéndolo, dé información que no sea cierta será tachado de mentiroso. A aquel que dice cosas que no vienen a cuento se le considerará inapropiado. Por último, de aquel que no es claro en su exposición diremos que no se le entiende.
sábado, 11 de marzo de 2017
viernes, 10 de marzo de 2017
Un canto de Maldoror / Himno al océano (el océano de La Plata)
Me propongo, sin estar emocionado, declamar con voz potente la estrofa seria y fría que vais a oír. Prestad atención a su contenido y no os dejéis llevar por la impresión penosa que al modo de una contusión ha de producir seguramente en vuestras imaginaciones alteradas. No creáis que yo esté a punto de morir, pues todavía no me he vuelto esquelético ni la vejez está marcada en mi frente. Descartemos, por lo tanto, toda idea de comparación con el cisne en el momento en que su existencia lo abandona, y no veáis ante vosotros sino un monstruo cuyo semblante me hace feliz que no podáis contemplar: si bien es menos horrible que su alma. Con todo, no soy un criminal.
Pero dejemos esto. No hace mucho tiempo que he vuelto a ver el mar y que he puesto los pies sobre los puentes de los barcos, y mis recuerdos son tan vivos como si lo hubiera dejado ayer. Tratad, con todo, de mantener la misma calma que yo en esta lectura que ya estoy arrepentido de ofreceros, y de no enrojecer ante la idea de lo que es el corazón humano. ¡Oh pulpo de mirada de seda!, tú, cuya alma es inseparable de la mía, tú, el más bello de los habitantes del globo terráqueo, que mandas sobre un serrallo de cuatrocientas ventosas, tú, en quien residen noblemente como en su morada natural, en perfecto acuerdo y unidas por lazos indestructibles, la dulce virtud comunicativa y las divinas gracias, ¿por qué razón no estás junto a mí, tu vientre de mercurio contra mi pecho de aluminio, ambos sentados sobre alguna roca de la costa, para contemplar ese espectáculo que idolatro?
Viejo océano de ondas de cristal, te pareces, guardadas las proporciones, a esas marcas azuladas que se ven en el dorso magullado de los grumetes, eres una inmensa equimosis que se muestra sobre el cuerpo de la tierra: me encanta esta comparación. Así, al primer golpe de vista, un soplo prolongado de tristeza, que se tomaría por el murmullo de tu brisa suave, pasa, dejando rastros inefables sobre el alma profundamente sacudida, y recuerdas a la memoria de tus amantes, sin que ellos lo adviertan, los duros comienzos del hombre en los que inicia sus relaciones con el dolor, que no ha de abandonarlo nunca más. ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, tu forma armoniosamente esférica, que regocija la cara grave de la geometría, me recuerda demasiado los ojos del hombre, parecidos por su pequeñez a los del jabalí, y a los de las aves nocturnas por la perfección circular del contorno. Sin embargo, en el transcurso de los siglos, el hombre no ha dejado nunca de creerse bello. Pero pienso que más bien cree en su belleza por amor propio, aunque en realidad no es bello y lo sospecha; si no, ¿por qué contempla el rostro de sus semejantes con tanto desprecio? ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, eres el símbolo de la identidad: siempre igual a ti mismo. No presentas cambios fundamentales, y si tus olas en alguna parte están encrespadas, más lejos, en otra zona, se encuentran en la más completa calma. No eres como el hombre que se detiene en la calle para ver cómo se toman por el cuello dos bull-dogs, pero que no se detiene cuando pasa un entierro; que por la mañana está afable y por la tarde malhumorado, que hoy ríe y mañana llora. ¡Te saludo, viejo océano! Viejo océano, no sería del todo imposible que escondieras en tu seno futuros beneficios para el hombre. Ya le has dado la ballena. No dejas adivinar fácilmente a los ojos ávidos de las ciencias naturales los mil secretos de tu íntima estructura: eres modesto. El hombre se jacta continuamente, y sólo de minucias. ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, las especies diversas de peces que alimentas, no se han jurado fraternidad entre sí. Cada especie vive apartada. Los temperamentos y las conformaciones variables de una a otra, explican, de manera satisfactoria, lo que al comienzo sólo parece una anomalía. Lo mismo pasa con el hombre, que no tiene los mismos motivos de disculpa. Si un trozo de tierra está ocupado por treinta millones de seres humanos, éstos se creen obligados a no mezclarse en la existencia de sus vecinos, que han echado raíces en el trozo de tierra contiguo. Grande o pequeño, cada hombre vive como un salvaje en su guarida, y sale de ella muy poco para visitar a sus congéneres, acurrucados igualmente en otra guarida. La gran familia universal de los seres humanos es una utopía digna de la lógica más mediocre. Además, del espectáculo de tus Mamas fecundas se deduce la noción de ingratitud: pues se piensa inmediatamente en la multitud de padres tan ingratos hacia el Creador como para abandonar el fruto de su miserable unión. ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, tu grandeza material sólo puede medirse con la magnitud que uno se representa de la potencia activa que ha sido necesaria para engendrar la totalidad de tu masa. No se te puede abarcar de una ojeada. Para contemplarte es imprescindible que la vista haga girar su telescopio con movimiento continuo hacia los cuatro puntos del horizonte, del mismo modo que un matemático está obligado, para resolver una ecuación algebraica, a examinar por separado los distintos casos posibles, antes de superar la dificultad. El hombre ingiere sustancias nutritivas y realiza otros esfuerzos dignos de mejor suerte para dar idea de que es corpulento.. Que se hinche todo lo que quiera esa rana adorable. Quédate tranquilo, nunca igualará tu volumen; por lo menos esa es mi opinión. ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, tus aguas son amargas. Tienen exactamente el mismo gusto que la hiel destilada por la crítica sobre las bellas artes, sobre las ciencias, sobre todo. Si alguien tiene genio, se lo hace pasar por idiota, si algún otro es corporalmente bello, resulta un horrible contrahecho. No hay duda de que el hombre debe sentir intensamente su imperfección, cuyas tres cuartas partes son, por lo demás, obra suya, para criticarla de tal modo. ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, los hombres, pese a la excelencia de sus métodos, todavía no han logrado, con ayuda de los procedimientos de investigación de la ciencia, medir la profundidad vertiginosa de tus abismos, algunos de los cuales hasta las sondas más largas y pesadas han reconocido inaccesibles. A los peces… le está permitido; no a los hombres. Muchas veces me he preguntado si será más fácil de reconocer la profundidad del océano que la profundidad del corazón humano. A menudo, con la mano apoyada en la frente, de pie sobre los barcos, en tanto que la luna se balanceaba entre los mástiles en forma irregular, me he sorprendido mientras hacía a un lado todo aquello que no era el fin que yo perseguía, esforzándome por resolver ese difícil problema. Sí, ¿cuál es más profundo, más impenetrable de los dos: el océano o el corazón humano? Si treinta años de experiencia de la vida pueden, hasta cierto punto, inclinar la balanza hacia una u otra solución, me estará permitido decir que, pese a lo profundo del océano, no podrá igualarse, en lo que respecta a dicha propiedad, con lo profundo del corazón humano. Estuve en contacto con hombres que fueron virtuosos. Morían a los sesenta años y nadie dejaba de exclamar: "Han practicado el bien en este mundo, lo que quiere decir que han sido caritativos: eso es todo; no hay en ello picardía alguna y cualquiera puede hacer otro tanto." ¿Quién comprenderá por qué dos amantes que se idolatraban la víspera, se separan por una palabra mal interpretada, uno hacia oriente, otro hacia occidente, con los aguijones del odio, de la venganza, del amor y de los remordimientos, y no se vuelven a ver nunca más, embozado cada uno en su altanería solitaria? Es un milagro que, aunque se renueva diariamente, no deja por eso de ser menos milagroso. ¿Quién comprenderá por qué se saborean, no sólo las desgracias generales de los semejantes, sino también las particulares de los amigos más queridos, aunque al mismo tiempo se sufra la aflicción? Un ejemplo irrebatible para cerrar la serie: el hombre dice hipócritamente sí y piensa no. Por esta razón los jabatos de la humanidad confían tanto los unos en los otros, y no son egoístas. Todavía le queda a la psicología mucho camino por andar. ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, tu poder es extraordinario y los hombres han aprendido a conocerlo a sus expensas. Por más que empleen todos los recursos de su genio, son incapaces de dominarte. Han encontrado a su maestro. Debo agregar que han encontrado algo más fuerte que ellos. Ese algo tiene un nombre. Ese nombre es: ¡océano! El miedo que les inspiras ha hecho que te respeten. Con todo, haces danzar sus máquinas más pesadas con gracia, elegancia y facilidad. Les haces ejecutar saltos gimnásticos hasta el cielo y admirables zambullidas hasta el fondo de tus dominios que despertarían la envidia de un saltimbanqui. Bienaventurados aquellos que no llegas a envolver definitivamente con tus pliegues burbujeantes, para ir a ver, sin ferrocarril, en tus entrañas acuosas, cómo lo pasan los peces, y sobre todo, cómo lo pasan ellos mismos. El hombre dice: Yo soy más inteligente que el océano. Es posible; quizás hasta sea cierto; pero más miedo le tiene el hombre al océano, que el que éste le tiene al hombre: lo cual no necesita demostración. Ese patriarca observador, contemporáneo de las primeras épocas de nuestro globo suspendido, sonríe compasivo cuando asiste a los combates navales de las naciones. Ahí tenéis un centenar de leviatanes salidos de las manos de la humanidad. Las órdenes enfáticas de los superiores, los gritos de los heridos, el estruendo de los cañones, constituyen una barahúnda apropiada para aniquilar a unos pocos segundos. Pareciera que el drama ha concluido y que el océano lo ha tragado todo en su vientre. Las fauces son formidables. ¡Qué inmenso debe de ser hacia abajo, en la dirección de lo desconocido! Como remate de la estúpida comedia, que ni siquiera despierta interés, se ve en medio de los aires alguna cigüeña retrasada por la fatiga, que se pone a gritar sin disminuir el empuje de su vuelo: ¡Vaya!… ¡no me gusta nada! Había allá abajo unos puntos negros; cerré los ojos y ya no están más. ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, oh gran célibe; cuando recorres la solemne soledad de tus reinos flemáticos, te enorgulleces con justicia de tu magnificencia natural y de la merecida alabanza que me apresuro a dedicarte. Voluptuosamente mecida por los tiernos efluvios de tu lentitud majestuosa —atributo, el más grandioso entre aquellos con que el soberano te ha favorecido—, tú haces rodar, en medio de un sombrío misterio, por toda tu superficie sublime, las olas incomparables, con el sentimiento sereno de tu eterno poder. Ellas desfilan paralelamente, separadas por cortos intervalos. Apenas una disminuye, otra que crece va a su encuentro, acompañada del rumor melancólico de la espuma que se deshace para advertimos que todo es sólo espuma. (Así los seres humanos, esas olas vivientes, perecen uno tras otro, de un modo monótono, sin producir siquiera un rumor espumoso.) El ave de paso reposa sobre ellas confiada, dejándose llevar por sus movimientos llenos de gracia arrogante, hasta que el armazón de sus alas haya recobrado el vigor normal para continuar su aérea peregrinación. Quisiera que la majestad humana fuera por lo menos la encarnación del reflejo de la tuya. Pido demasiado, y este deseo sincero te glorifica. Tu grandeza moral, imagen del infinito, es inmensa como la reflexión del filósofo, como el amor de la mujer, como la belleza divina del ave, como la meditación del poeta. Eres más bello que la noche. Contéstame, océano: ¿quieres ser mi hermano? Muévete impetuosamente… más… todavía más, si aspiras a que te compare con la venganza de Dios; alarga tus garras lívidas fraguándote un camino en tu propio seno… está bien. Haz rodar tus olas espantosas, océano horrible que sólo yo comprendo, y ante el cual caigo prosternado. La majestad del hombre es prestada; no se me impone; tú, sí. Oh, cuando avanzas con la cresta alta y terrible, rodeado por tus repliegues tortuosos como por un séquito, magnético y salvaje, haciendo rodar tus ondas unas sobre otras, con la conciencia de lo que eres, en tanto que lanzas desde las profundidades de tu pecho, como abrumado por un intenso remordimiento que no puedo descubrir, ese sordo bramido perpetuo que tanto atemoriza a los hombres, hasta cuando te contemplan trémulos desde la seguridad de la costa; entonces comprendo que no poseo el insigne derecho de proclamarme tu igual. Por eso, frente a tu superioridad, te entregaría todo mi amor (y nadie conoce la cantidad de amor contenida en mis aspiraciones hacia lo bello) si no me recordaras dolorosamente a mis semejantes, que forman contigo el más irónico contraste, la antítesis más grotesca que jamás se haya visto en la creación: no puedo amarte, te aborrezco. ¿Por qué entonces vuelvo a ti, por milésima vez, hacia tus manos amigas que se disponen a acariciar mi frente ardorosa, cuya fiebre desaparece a tu contacto? No conozco tu destino secreto, todo lo que te concierne me interesa. Dime, entonces, si eres la morada del príncipe de las tinieblas. Dímelo… dímelo, océano (solamente a mí para no entristecer a aquellos que hasta ahora sólo han conocido ilusiones), y si el soplo de Satán crea las tempestades que levantan tus aguas saladas hasta las nubes. Es preciso que me lo digas porque me alegraría saber que el infierno está tan cerca del hombre. Quiero que ésta sea la última estrofa de mi invocación. Por lo tanto, quiero saludarte una vez más y presentarte mi adiós. Viejo océano de ondas de cristal… abundantes lágrimas humedecen mis ojos, y me faltan fuerzas para proseguir, pues siento que ha llegado el momento de retornar con los hombres de aspecto brutal; pero… ¡ánimo! Hagamos un gran esfuerzo y cumplamos, con el sentimiento del deber, nuestro destino sobre esta tierra. ¡Te saludo, viejo océano!
Los cantos de Maldoror. Les Chants de Maldoror, conde de Lautréamont (1846-1870).
Viejo océano de ondas de cristal, te pareces, guardadas las proporciones, a esas marcas azuladas que se ven en el dorso magullado de los grumetes, eres una inmensa equimosis que se muestra sobre el cuerpo de la tierra: me encanta esta comparación. Así, al primer golpe de vista, un soplo prolongado de tristeza, que se tomaría por el murmullo de tu brisa suave, pasa, dejando rastros inefables sobre el alma profundamente sacudida, y recuerdas a la memoria de tus amantes, sin que ellos lo adviertan, los duros comienzos del hombre en los que inicia sus relaciones con el dolor, que no ha de abandonarlo nunca más. ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, tu forma armoniosamente esférica, que regocija la cara grave de la geometría, me recuerda demasiado los ojos del hombre, parecidos por su pequeñez a los del jabalí, y a los de las aves nocturnas por la perfección circular del contorno. Sin embargo, en el transcurso de los siglos, el hombre no ha dejado nunca de creerse bello. Pero pienso que más bien cree en su belleza por amor propio, aunque en realidad no es bello y lo sospecha; si no, ¿por qué contempla el rostro de sus semejantes con tanto desprecio? ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, eres el símbolo de la identidad: siempre igual a ti mismo. No presentas cambios fundamentales, y si tus olas en alguna parte están encrespadas, más lejos, en otra zona, se encuentran en la más completa calma. No eres como el hombre que se detiene en la calle para ver cómo se toman por el cuello dos bull-dogs, pero que no se detiene cuando pasa un entierro; que por la mañana está afable y por la tarde malhumorado, que hoy ríe y mañana llora. ¡Te saludo, viejo océano! Viejo océano, no sería del todo imposible que escondieras en tu seno futuros beneficios para el hombre. Ya le has dado la ballena. No dejas adivinar fácilmente a los ojos ávidos de las ciencias naturales los mil secretos de tu íntima estructura: eres modesto. El hombre se jacta continuamente, y sólo de minucias. ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, las especies diversas de peces que alimentas, no se han jurado fraternidad entre sí. Cada especie vive apartada. Los temperamentos y las conformaciones variables de una a otra, explican, de manera satisfactoria, lo que al comienzo sólo parece una anomalía. Lo mismo pasa con el hombre, que no tiene los mismos motivos de disculpa. Si un trozo de tierra está ocupado por treinta millones de seres humanos, éstos se creen obligados a no mezclarse en la existencia de sus vecinos, que han echado raíces en el trozo de tierra contiguo. Grande o pequeño, cada hombre vive como un salvaje en su guarida, y sale de ella muy poco para visitar a sus congéneres, acurrucados igualmente en otra guarida. La gran familia universal de los seres humanos es una utopía digna de la lógica más mediocre. Además, del espectáculo de tus Mamas fecundas se deduce la noción de ingratitud: pues se piensa inmediatamente en la multitud de padres tan ingratos hacia el Creador como para abandonar el fruto de su miserable unión. ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, tu grandeza material sólo puede medirse con la magnitud que uno se representa de la potencia activa que ha sido necesaria para engendrar la totalidad de tu masa. No se te puede abarcar de una ojeada. Para contemplarte es imprescindible que la vista haga girar su telescopio con movimiento continuo hacia los cuatro puntos del horizonte, del mismo modo que un matemático está obligado, para resolver una ecuación algebraica, a examinar por separado los distintos casos posibles, antes de superar la dificultad. El hombre ingiere sustancias nutritivas y realiza otros esfuerzos dignos de mejor suerte para dar idea de que es corpulento.. Que se hinche todo lo que quiera esa rana adorable. Quédate tranquilo, nunca igualará tu volumen; por lo menos esa es mi opinión. ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, tus aguas son amargas. Tienen exactamente el mismo gusto que la hiel destilada por la crítica sobre las bellas artes, sobre las ciencias, sobre todo. Si alguien tiene genio, se lo hace pasar por idiota, si algún otro es corporalmente bello, resulta un horrible contrahecho. No hay duda de que el hombre debe sentir intensamente su imperfección, cuyas tres cuartas partes son, por lo demás, obra suya, para criticarla de tal modo. ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, los hombres, pese a la excelencia de sus métodos, todavía no han logrado, con ayuda de los procedimientos de investigación de la ciencia, medir la profundidad vertiginosa de tus abismos, algunos de los cuales hasta las sondas más largas y pesadas han reconocido inaccesibles. A los peces… le está permitido; no a los hombres. Muchas veces me he preguntado si será más fácil de reconocer la profundidad del océano que la profundidad del corazón humano. A menudo, con la mano apoyada en la frente, de pie sobre los barcos, en tanto que la luna se balanceaba entre los mástiles en forma irregular, me he sorprendido mientras hacía a un lado todo aquello que no era el fin que yo perseguía, esforzándome por resolver ese difícil problema. Sí, ¿cuál es más profundo, más impenetrable de los dos: el océano o el corazón humano? Si treinta años de experiencia de la vida pueden, hasta cierto punto, inclinar la balanza hacia una u otra solución, me estará permitido decir que, pese a lo profundo del océano, no podrá igualarse, en lo que respecta a dicha propiedad, con lo profundo del corazón humano. Estuve en contacto con hombres que fueron virtuosos. Morían a los sesenta años y nadie dejaba de exclamar: "Han practicado el bien en este mundo, lo que quiere decir que han sido caritativos: eso es todo; no hay en ello picardía alguna y cualquiera puede hacer otro tanto." ¿Quién comprenderá por qué dos amantes que se idolatraban la víspera, se separan por una palabra mal interpretada, uno hacia oriente, otro hacia occidente, con los aguijones del odio, de la venganza, del amor y de los remordimientos, y no se vuelven a ver nunca más, embozado cada uno en su altanería solitaria? Es un milagro que, aunque se renueva diariamente, no deja por eso de ser menos milagroso. ¿Quién comprenderá por qué se saborean, no sólo las desgracias generales de los semejantes, sino también las particulares de los amigos más queridos, aunque al mismo tiempo se sufra la aflicción? Un ejemplo irrebatible para cerrar la serie: el hombre dice hipócritamente sí y piensa no. Por esta razón los jabatos de la humanidad confían tanto los unos en los otros, y no son egoístas. Todavía le queda a la psicología mucho camino por andar. ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, tu poder es extraordinario y los hombres han aprendido a conocerlo a sus expensas. Por más que empleen todos los recursos de su genio, son incapaces de dominarte. Han encontrado a su maestro. Debo agregar que han encontrado algo más fuerte que ellos. Ese algo tiene un nombre. Ese nombre es: ¡océano! El miedo que les inspiras ha hecho que te respeten. Con todo, haces danzar sus máquinas más pesadas con gracia, elegancia y facilidad. Les haces ejecutar saltos gimnásticos hasta el cielo y admirables zambullidas hasta el fondo de tus dominios que despertarían la envidia de un saltimbanqui. Bienaventurados aquellos que no llegas a envolver definitivamente con tus pliegues burbujeantes, para ir a ver, sin ferrocarril, en tus entrañas acuosas, cómo lo pasan los peces, y sobre todo, cómo lo pasan ellos mismos. El hombre dice: Yo soy más inteligente que el océano. Es posible; quizás hasta sea cierto; pero más miedo le tiene el hombre al océano, que el que éste le tiene al hombre: lo cual no necesita demostración. Ese patriarca observador, contemporáneo de las primeras épocas de nuestro globo suspendido, sonríe compasivo cuando asiste a los combates navales de las naciones. Ahí tenéis un centenar de leviatanes salidos de las manos de la humanidad. Las órdenes enfáticas de los superiores, los gritos de los heridos, el estruendo de los cañones, constituyen una barahúnda apropiada para aniquilar a unos pocos segundos. Pareciera que el drama ha concluido y que el océano lo ha tragado todo en su vientre. Las fauces son formidables. ¡Qué inmenso debe de ser hacia abajo, en la dirección de lo desconocido! Como remate de la estúpida comedia, que ni siquiera despierta interés, se ve en medio de los aires alguna cigüeña retrasada por la fatiga, que se pone a gritar sin disminuir el empuje de su vuelo: ¡Vaya!… ¡no me gusta nada! Había allá abajo unos puntos negros; cerré los ojos y ya no están más. ¡Te saludo, viejo océano!
Viejo océano, oh gran célibe; cuando recorres la solemne soledad de tus reinos flemáticos, te enorgulleces con justicia de tu magnificencia natural y de la merecida alabanza que me apresuro a dedicarte. Voluptuosamente mecida por los tiernos efluvios de tu lentitud majestuosa —atributo, el más grandioso entre aquellos con que el soberano te ha favorecido—, tú haces rodar, en medio de un sombrío misterio, por toda tu superficie sublime, las olas incomparables, con el sentimiento sereno de tu eterno poder. Ellas desfilan paralelamente, separadas por cortos intervalos. Apenas una disminuye, otra que crece va a su encuentro, acompañada del rumor melancólico de la espuma que se deshace para advertimos que todo es sólo espuma. (Así los seres humanos, esas olas vivientes, perecen uno tras otro, de un modo monótono, sin producir siquiera un rumor espumoso.) El ave de paso reposa sobre ellas confiada, dejándose llevar por sus movimientos llenos de gracia arrogante, hasta que el armazón de sus alas haya recobrado el vigor normal para continuar su aérea peregrinación. Quisiera que la majestad humana fuera por lo menos la encarnación del reflejo de la tuya. Pido demasiado, y este deseo sincero te glorifica. Tu grandeza moral, imagen del infinito, es inmensa como la reflexión del filósofo, como el amor de la mujer, como la belleza divina del ave, como la meditación del poeta. Eres más bello que la noche. Contéstame, océano: ¿quieres ser mi hermano? Muévete impetuosamente… más… todavía más, si aspiras a que te compare con la venganza de Dios; alarga tus garras lívidas fraguándote un camino en tu propio seno… está bien. Haz rodar tus olas espantosas, océano horrible que sólo yo comprendo, y ante el cual caigo prosternado. La majestad del hombre es prestada; no se me impone; tú, sí. Oh, cuando avanzas con la cresta alta y terrible, rodeado por tus repliegues tortuosos como por un séquito, magnético y salvaje, haciendo rodar tus ondas unas sobre otras, con la conciencia de lo que eres, en tanto que lanzas desde las profundidades de tu pecho, como abrumado por un intenso remordimiento que no puedo descubrir, ese sordo bramido perpetuo que tanto atemoriza a los hombres, hasta cuando te contemplan trémulos desde la seguridad de la costa; entonces comprendo que no poseo el insigne derecho de proclamarme tu igual. Por eso, frente a tu superioridad, te entregaría todo mi amor (y nadie conoce la cantidad de amor contenida en mis aspiraciones hacia lo bello) si no me recordaras dolorosamente a mis semejantes, que forman contigo el más irónico contraste, la antítesis más grotesca que jamás se haya visto en la creación: no puedo amarte, te aborrezco. ¿Por qué entonces vuelvo a ti, por milésima vez, hacia tus manos amigas que se disponen a acariciar mi frente ardorosa, cuya fiebre desaparece a tu contacto? No conozco tu destino secreto, todo lo que te concierne me interesa. Dime, entonces, si eres la morada del príncipe de las tinieblas. Dímelo… dímelo, océano (solamente a mí para no entristecer a aquellos que hasta ahora sólo han conocido ilusiones), y si el soplo de Satán crea las tempestades que levantan tus aguas saladas hasta las nubes. Es preciso que me lo digas porque me alegraría saber que el infierno está tan cerca del hombre. Quiero que ésta sea la última estrofa de mi invocación. Por lo tanto, quiero saludarte una vez más y presentarte mi adiós. Viejo océano de ondas de cristal… abundantes lágrimas humedecen mis ojos, y me faltan fuerzas para proseguir, pues siento que ha llegado el momento de retornar con los hombres de aspecto brutal; pero… ¡ánimo! Hagamos un gran esfuerzo y cumplamos, con el sentimiento del deber, nuestro destino sobre esta tierra. ¡Te saludo, viejo océano!
Los cantos de Maldoror. Les Chants de Maldoror, conde de Lautréamont (1846-1870).
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