http://www.edu.mec.gub.uy/biblioteca_digital/libros/g/Goethe%20-%20Werther.pdf
(libro íntegro)
CARTA DEL 16 DE JUNIO
«¿Por qué no te escribo? Tú me lo preguntas; ¡tú, que te
cuentas entre nuestros sabios! Debes adivinar que me
encuentro bien y que..., en una palabra, he hecho una
amistad que interesa a mi corazón. Yo he..., yo no sé...
«Difícil me será referirte de por sí cómo he conocido a la
más amable de las criaturas. Soy feliz y estoy contento;
por lo tanto, seré mal historiador.
«¡Un ángel! ¡Bah! Todos dicen lo mismo de la que aman,
¿no es verdad? Y, sin embargo, yo no podré decirte cuán
perfecta es y por qué es perfecta; en resumen, ha
esclavizado todo mi ser.
« ¡Tanta inocencia con tanto talento! ¡Tanta bondad con
tanta firmeza! ¡Y el reposo del alma en medio de la vida
real, de la vida activa!
«Cuando digo de ella no es más que una palabre ría insulsa,
una helada abstracción, que no puede darte ni remota idea
de lo que es. Otra vez..., no quiero contártelo en seguida.
Si lo dejo, no lo haré nunca, porque (dicho sea para
nosotros), desde que he comenzado esta carta, tres veces
he tenido ya intención de soltar la pluma, hacer ensillar mi
caballo y marcharme. Y, sin embargo, esta mañana me
había jurado a mí mismo no ir; así y todo, a cada momento
me asomo a la ventana para ver la altura a que se encuentra
el sol.
.......................................
«No he podido vencerme: he ido a hacerle una visita. Heme
ya de vuelta, Guillermo, estoy cenando y escribiéndote.
«Si continúo de este modo, no sabrás al fin más que al
principio. Escucha, pues: procuraré sosegarme para
poderte hacer una detallada relación de todo.
«Te dije últimamente que había hecho conocimiento con
el juez S. y que me había invitado a visitarle en su retiro, o
por mejor decir, en su reinezuelo. No me acordaba de
esta visita, y acaso no la hubiera hecho nunca si la
casualidad no me hubiese descubierto el tesoro escondido
en este paraje solitario.
«La gente joven había dispuesto un baile en el campo, al
que debía yo asistir. Tomé por pareja a una señorita bella
y de buen genio, pero de trato indiferente, y convinimos en que yo iría con un coche a buscar a esta señorita y a su
tía, que la acompañaba, para conducirlas al sitio de la
fiesta y convinimos, además, en que al paso recogeríamos
a Carlota S. «Vais a conocer a una joven muy guapa», me
dijo mi pareja, mientras atravesábamos la gran selva y nos
acercábamos a la casa. «¡Cuidado con enamorarse!»,
añadió la tía. «¿Y por qué?» pregunté yo. «Porque ya
está prometida a un joven que vale mucho y que, por
haber perdido a su padre, ha tenido necesidad de hacer
un viaje para arreglar sus asuntos y solicitar un buen
empleo.» Escuché estos detalles con bastante indiferencia.
«Descendía el sol rápidamente hacia las montañas que
limitaban el horizonte, cuando el coche se detuvo en la
puerta del patio de la casa. Hacía un calor sofocante, y
las señoras tenían miedo de que descargase una tempestad,
que parecía formarse entre pardas y oscuras nubecillas
que cercaban el horizonte. Disipé los temores de mis
compañeras, fingiendo tener profundos conocimientos del
tiempo, a pesar de que también yo presentía que se nos
iba a aguar la fiesta.
«Ya había yo bajado del coche, cuando llegó una criada a
la puerta del patio y nos dijo que hiciésemos el favor de
aguardar un momento, que la señorita Carlota no tardaría
en salir. Atravesé el patio y avancé con desenfado hacia la
casa; cuando hube subido la escalera y franqueé la puerta,
contemplaron mis ojos el espectáculo más encantador que
he visto en mi vida. En la primera habitación, seis niños,
desde dos hasta once años de edad saltaban alrededor de
una hermosa joven, de mediana estatura, vestida con una
sencilla túnica blanca, adornada con lazos de color de
rosa en las mangas y en el pecho. Tenía en la mano un
pan moreno, del que a cada uno de los niños cortaba un
pedazo proporcionado a su edad y a su apetito. Les repartía
las rebanadas con la mayor gracia, y ellos, gritando, se lo
agradecían, después de haber tenido un buen rato las
manecitas levantadas, aun antes que el pan estuviese
cortado. Por fin, provistos de su merienda, unos se
alejaron saltando de contento; otro, de carácter menos juguetón, se fueron sosegadamente a la puerta del patio
para ver a los forasteros y el coche que debía llevarse a
Carlota. Esta me dijo: «¿Me perdonaréis que haya causado
la molestia de entrar y haber hecho esperar a esas señoras?
Distraída en vestirme y en tomar las disposiciones que en
la casa exige mi ausencia, me había olvidado de dar su
merienda a los niños, que no quieren recibirla sino de mi
mano.» Contesté con un cumplido insignificante: mi alma
estaba absorta en contemplar su talle, su rostro, su voz,
sus menores movimientos. Apenas pude volver de mi
sorpresa al verla entrar presurosa en otra habitación para
tomar los guantes y el abanico. Los niños, permaneciendo
a cierta distancia, me miraban de reojo; yo me acerqué al
más pequeño, cuya fisonomía era sumamente interesante.
Se retiraba huyendo de mí, cuando Carlota, que salía ya
por la puerta, le dijo: «Luis, da la mano a ese caballero,
que es tu primo.»
«Obedeció el niño sonriendo, y, aunque tenía las narices
llenas de mocos, no pude resistir la tentación de darle
algunos besos.
«¿ Primo?—dije a Carlota, ofreciéndole la mano—. ¿Creéis
que yo merezca la dicha de ser pariente vuestro?» «¡Oh!—
exclamó ella jovialmente—; nuestro parentesco es muy
antiguo, y yo sentiría infinito que fueseis el peor de la
familia.»
«Al salir, encargó a Sofía, niña de once a doce años y la
mayor de las hermanas que quedaban en la casa, que
cuidase bien de los niños y saludase a su padre cuando
volviese de paseo. Recomendó a los pequeños que
obedeciesen a Sofía como si fuese ella misma, lo que
muchos prometieron terminantemente; pero una traviesa
rubilla, que podría tener unos seis años, se apresuró a
decir: «Pero ella no eres tú, Lota, y nosotros queremos
mejor que seas tú.» Los dos hermanos mayores se habían
encaramado en el coche, y, por mi intercesión, Carlota les
permitió acompañarnos hasta la selva, aunque haciéndoles
prometer que se mantendrían firmes y que no se pelearían el uno con el otro.
«Apenas nos habíamos colocado nuestros asientos;
apenas las damas habían cambiado el saludo y las lisonjas
de costumbre sobre los trajes, especialmente sobre los
sombrerillos, y pasado revista a las personas que debían
asistir al baile, cuando Carlota hizo para el coche y mandó
a sus hermanos apearse. Estos quisieron besarle de nuevo
la mano: el mayor lo hizo con toda la ternura de un adolescente;
el más pequeño, con tanta viveza como atolondramiento.
Les encargó una vez más que saludasen a
sus otros hermanos, y continuamos nuestra marcha.
«La tía de mi pareja preguntó a Carlota si había concluido
el libro que últimamente le había prestado. «No—dijo
ella—, no me gusta, y os lo devolveré pronto; tampoco el
anterior me hizo mucha gracia.» Manifesté curiosidad por
saber de qué libros se trataba, y quedé sorprendido al
contestar Carlota que (2). Encontraba en cuanto decía un
talento nada común; cada palabra añadía nuevos encantos,
nuevos fulgores de inteligencia a su rostro, y observé que
se explicaba con tanto más gusto cuanto que veía en mí
una persona que la comprendía.
«Cuando yo era más niña—me dijo—mi lectura favorita
eran las novelas. Dios sabe cuánto placer experimentaba
yo cuando podía sentarme el domingo en algún rinconcillo
para participar con todo mi corazón de la dicha o de la
desgracia de alguna miss Jenni. No quiere esto decir que
este género de literatura haya perdido a mis ojos todos
sus encantos; pero, como ahora son contadas las veces
que puedo leer, cuando lo hago deseo que la obra esté
perfectamente dentro de mi gusto. El autor que prefiero
es aquel en quien hallo el mundo que me rodea, el que
cuenta las cosas como las veo en torno mío, el que con
sus descripciones, me atrae y me interesa tanto como mi
propia vida doméstica, que indudablemente no es un
(2) Me veo obligado a descartar aquí un pasaje para no herir la paraíso, pero sí una fuente de dicha inefable para mí.»
susceptibilidad de algunos autores, a pesar de que realmente éstos deben
hacer poco caso de los juicios de una señorita y de un joven tan
impresionable como Werther. (Nota del autor.) «Procuré ocultar la emoción que me causaban estas
palabras, pero no lo conseguí por mucho tiempo, pues
cuando la oí hablar, incidentalmente, del vicario de
Wakefield, de... (3), no pudiendo contenerme, le dije
cuanto se me ocurrió en aquel instante, y sólo después de
un rato, al dirigir Calota la palabra a nuestras compañeras,
caí en la cuenta de que éstas habían permanecido como
dos marmolillos, sin tomar parte en la conversación. La
tía me miró más de una vez con un aire de burla, del que
no hice el menor caso.
«Hablamos entonces del baile. «Si bailar es un defecto—
dijo Carlota—, confieso ingenuamente que no concibo
otro de más atractivos. Cuando alguna cosa me desvela
con exceso y me acerco a mi clavicémbalo, aunque esté
desafinado, me basta con mal tocar una contradanza para
darlo todo al olvido.» «¡Con cuánto embeleso mientras
ella hablaba, fijaba yo mi vista en los ojos negros! ¡Cómo
enardecían mi alma la animación de sus labios y la frescura
risueña de sus mejillas! ¡Cuántas veces, absorto en
los magníficos pensamientos que exponía dejé de prestar
atención a las palabras con que se explicaba! Tú, que me
conoces a fondo puedes formar una idea exacta de todo
esto. En fin, cuando el coche paró delante de la casa del
baile yo eché pie a tierra completamente abstraído. La
hora del crepúsculo, el laberinto de sueños en que vagaba
mi imaginación, todo contribuyó a que apenas hiciese alto
en los torrentes de armonía que llegaban hasta nosotros
desde la sala iluminada.
«El señor Audran y un tal... (¿quién puede retener en la
memoria todos los nombres?), que eran las parejas de la
tía y de Carlota, nos recibieron en la puerta y se
(3) También suprimo aquí los nombres de algunos escritores
contemporáneos alemanes, aunque, si llegan a ver estas cartas, lo sentirán
aquellos a quienes alcanza parte de las alabanzas de Carlota: es
indudable que nadie necesita conocer las preferencias de nuestra joven.
(Nota del autor.) apoderaron de sus damas, yo los seguí con la mía.
«Comenzamos por bailar varias veces el minué. Saqué
una por una todas las señoras y pude observar que las
que valían menos eran las que hacían más dengues antes
de decidirse a ponerse a bailar Carlota y su caballero
comenzaron una contradanza inglesa: puedes figurarte el
placer que experimenté cuando le tocó hacer la figura
conmigo. ¡Es preciso verla bailar! Lo hace con todo su
corazón, con toda su alma; todo su cuerpo está en una
perfecta armonía, y se abandona de tal modo con tanta
naturalidad, que parece que para ella el baile lo resume
todo, que no tiene otra idea ni otro sentimiento y que,
mientras baila, lo demás se desvanece ante sus ojos.
«Le pedí la segunda contradanza y me ofreció la tercera,
asegurándome que tendría mucho gusto en bailar la
alemanda. «Aquí es costumbre—añadió— cada cual baile
la alemanda con su pareja, pero mi caballero valsa mal y
me agradecerá que le releve de esta obligación. Vuestra
compañera tampoco la sabe ni se cuida de ello, y he
observado, durante la danza inglesa, que bailáis a maravilla.
Por lo tanto, si queréis bailar conmigo la alemanda, id a
pedirme a mi caballero mientras yo hablo a vuestra dama.»
Después le di la mano, y se convino en que, mientras
nosotros bailábamos juntos, su caballero acompañaría a
mi pareja.
«Se comenzó, nos entretuvimos un rato en hacer diferentes
pasos y figuras. ¡Qué gracia, qué agilidad en sus
movimientos! Cuando llegamos al vals y las parejas, como
las esferas celestes, empezaron a girar unas alrededor de
otras, hubo un momento de confusión, porque son
contados los que valsan bien. Tuvimos la prudencia de dejar pasar el primer ímpetu de los demás; pero cuando
los menos hábiles se retiraron, nos lanzamos de nuevo y
dejamos bien puesto nuestro pabellón, y seguidos de otra
pareja, que eran Audran y su compañera. Jamás he sido
más ligero; yo era ya un hombre. Tener en mis brazos a la
criatura más amable, volar con ella como una exhalación,
desapareciendo de mi vista todo lo que rodeaba, y...,
Guillermo, te lo diré ingenuamente: me hice el juramento
de que mujer que yo amase, y sobre la cual tuviera algún
derecho, no valsaría jamás con otro que conmigo; Jamás,
aunque me costase la vida. ¿Me comprendes?
«Dimos algunas vueltas por la sala para tomar aliento;
después ella se sentó y le presenté, para que refrescase,
unos limones que yo había separado cuando se hacía el
ponche, los únicos que quedaban. Observé que agradecía
mi atención; pero se hallaba al lado una dama indiscreta, a
quien ella ofrecía pedacitos por pura cortesía, y cada uno
que tomaba era un puñal que me atravesaba el corazón.
En la tercera contradanza inglesa nos tocó ser la segunda
pareja. Cuando concluíamos de hacer la cadena y yo (¡Dios
sabe con cuánta voluptuosidad!) me adhería al brazo de
Carlota, fijo en sus ojos, que brillaban con la cándida
expresión del placer más puro y espontáneo, nos hallamos
delante de una señora que, aunque ya se iba alejando de
lo mas florido de su juventud, me había llamado la atención
por cierto aire de amabilidad que hermoseaba su semblante.
Miró a Carlota sonriendo, hizo como que la amenazaba, y
pronunció al paso dos veces el nombre de Alberto, con
un tonillo misterioso.
«»¿Puedo dije a Carlota—sin cometer una imprudencia
preguntaros quién es Alberto?» Iba a responderme; pero
tuvimos que separarnos para ha cer la gran cadena, y
cuando llegamos a cruzar uno al lado del otro, me pareció
que estaba pensativa.
«»¿Por qué os lo he de ocultar?—me dijo al darme la
mano para hacer una figura—. Alberto es un joven muy
apreciable al cual estoy prometida.». «Aunque esto no era nuevo para mí, porque lo había
sabido en el coche, me causó tanta sorpresa como si lo
ignorase, y es que no me había ocupado de tal noticia
con relación a Carlota, que en tan breves instantes llegó a
serme tan querida. En una palabra, me turbé, me
desconcerté y embrollé de tal modo la figura, que, sin la
presencia de ánimo de Carlota y la oportunidad con que
enmendaba mis torpezas, no se hubiera podido continuar
la contradanza. Aún duraba el baile cuando los relámpagos
que desde mucho antes esclarecían el horizonte, y
que yo achacaba sin cesar a ráfagas de calor se hicieron
más intensos, y el ruido del trueno apagaba el de la música.
Tres señoras, seguidas de sus caballeros, abandonaron la
contradanza, se generalizó el desorden y enmudecieron
los instrumentos. Cuando repentino pavor o accidente
imprevisto nos sorprende en medio de los placeres,
producen en nosotros, y es natural, una impresión más
honda que de ordinario ya sea por el contraste que se
destaca vigorosamente, ya porque, una vez abiertos
nuestros sentidos a las emociones, adquieren una
sensibilidad exquisita. A esta causa debo atribuir los gestos
extraños que vi hacer entonces a muchas señoras. La más
prudente corrió a sentarse en un rincón, tapándose los
oídos y volviendo la espalda hacia la ventana; otra se
arrodilló delante de ella y escondió la cabeza en su regazo;
una tercera se metió entre las dos ventanas y abrazaba a
sus hermanitas, vertiendo torrentes de lágrimas. Algunas
querían volverse a sus casas; otras, que estaban más
amilanadas, ni siquiera tenían ánimo para reprimir la audacia
de los astutos jóvenes, que se ocupaban afanosos en robar
de los labios de las bellas afligidas las temidas plegarias
que dirigían al cielo. Algunos hombres habían salido a
fumarse tranquilamente una pipa, y los demás de la reunión
acogieron con júbilo la feliz idea que tuvo la dueña de la
casa de trasladarnos a otra pieza donde las ventanas tenían
postigos y colgaduras. Carlota, apenas entramos en la
nueva habitación, hizo poner las sillas en corro y propuso
un juego. Vi que varios caballeros, enderezándose como
para indicar que estaban prontos, se relamían de gusto, soñando ya en las sentencias de las prendas. «Jugamos a
contar —dijo ella—. Pestadme atención. Yo iré pasando
por toda la rueda, siempre de derecha a izquierda y
vosotros al mismo tiempo contaréis desde uno hasta mil,
diciendo a mi paso cada cual el número que le toque.
Debe contarse muy de prisa, y el que titubee o se
equivoque recibirá un bofetón.» Nada más divertido.
Carlota, con el brazo extendido, echó a andar dentro del
corro. «¡Uno!», dijo el primero. «¡Dos!», el segundo.
«¡Tres!», el que estaba al lado, y así sucesivamente. Ella
fue poco a poco acelerando sus pasos, aquello ya no era
andar: volaba. Uno se equivocaba. ¡Plaf!, bofetón; el que
le sigue lanza una carcajada. ¡Plaf!, nuevo bofetón y Carlota
corriendo cada vez más. A mí me alcanzaron dos sopapos,
y con inefable placer creí haber notado que me los aplicaba
más fuerte que a los otros. El juego concluyó en medio
de una risa y una algazara general antes que la cuenta
hubiese llegado al número mil. Las personas que tenían
más intimidad formaron conversación aparte; la tempestad
había cesado, y yo seguí a Carlota, que se volvió a la
sala. En el camino me dijo: «Los bofetones han hecho
que se olviden de la tempestad y de todo.» Nada pude
contestarle. «Yo era—prosiguió—una de las más
miedosas; pero aparentando valor para animar a los demás,
llegué a tenerlo de veras.» Nos acercamos a la ventana; se
oían truenos lejanos y el ruido apacible de una abundante
lluvia que caía sobre los campos. Una atmósfera tibia nos
acaricia con oleadas de los más suaves perfumes.
«¡Carlota había apoyado los codos en el marco de la
ventana y miraba hacia la campiña, luego levantó los ojos
al cielo; después los fijó en mí y vi que los tenía cuajados
de lágrimas; por fin, puso su mano sobre la mía y exclamó:
«¡Oh Klopstock!» (4).
«Abismado en un torrente de emociones que esta sola
palabra despertó en mi espíritu, recordé al instante la oda
sublime que ocupaba a la sazón el pensamiento de Carlota.
No pude resistir: me incliné sobre su mano, se la llené de
besos y de lágrimas de placer, y volvieron mis ojos a (4) Federico Gottlieb Klopstok poeta sajón que nació en 1724 y
murió en 1803. (Nota del traductor.) encontrarse con los suyos. ¡Oh insigne poeta! Esta sola
mirada, que debías haber visto, basta para tu apoteosis.
¡Ojalá no vuelva yo a oír pronunciar tu nombre tan frecuentemente
pronunciado!»
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